Historias de amor hay muchas, pero historias de desamor hay más… y no hay adolescente que no haya vivido una pena, bien guardada en el olvido o estampada en un diario o en el recuerdo persistente de los años dorados. Más de uno sufrió una decepción o vivió un amor no correspondido, o se aterrorizó al momento de asumir y lo calló… así como le pasó a miles, me pasó a mí, y no porque faltara atractivo, sino porque faltaba certeza, esa seguridad con que anda uno después de varios golpes y no teme la cercanía del objeto de su afecto…
Pues mi historia de desamor nació un poco antes de La Lenin. Meses antes de dar las pruebas de ingreso para el incipiente pre de ciencias exactas. Con la cabeza llena de aspiraciones y sueños y el corazón rebosante y nuevo, sin saber de sobresaltos ni rechazos, sin conocer ni imaginar siquiera lo extraño y complicado que podía llegar a ser enamorarse, perderse entre un tumulto de pálpitos y reencontrarse desmadejado y tembloroso ante un vacío… es indescriptible y mucho más cuando ha pasado tanto tiempo y ya el corazón sabe de muchas batallas.
Pero remontémonos al tiempo en que todo comenzaba, cuando casi niños y casi adultos, pero ninguna de las dos cosas, nos encontramos de causalidad en una parada cerca de la vieja secundaria. Era un ex compañero de clases, no debía causarme ningún sobresalto, no tenía porqué impresionarme, asustarme ni paralizarme, sin embargo sentí como una corriente fría me recorría el espinazo y el sudor arrebató las libretas de mis manos, para caer junto a sus pies y casi golpearnos las sienes… como una película.
De pronto nos pusimos a conversar, y descubrimos la feliz coincidencia de que ambos habíamos postulado a La Lenin y estábamos en pleno proceso de preparación para los exámenes. Genial excusa para concertar día y hora para estudiar, aquellas difíciles ecuaciones matemáticas. Pero creo que ambos compartimos la misma sensación inesperada porque comenzamos a buscarnos con cualquier pretexto, para vernos todos los días. Fuimos a fiestas, que entonces se hacían en plena calle, nos juntamos a nadar, nos visitamos sorpresivamente en varias ocasiones. Hubo silencios incómodos, esos que te hacen sudar y decir estupideces en lugar de la frase que tanto has practicado ante el espejo, pero no nos atrevimos nunca a romper esa leve muralla de cristal.
La verdad es que yo no tenía la menor idea de cómo reaccionar. Mi madre, tan conservadora, veía aquellos encuentros con ojos muy suspicaces, no me dio las mejores instrucciones para sobrellevar mis miedos y yo no me di cuenta que al temerle lo estaba evitando. Así que de un modo u otro él debió perder interés o creer que solo me interesaba como amigo, porque los encuentros se hicieron más espaciados y luego llegaron los exámenes y las vacaciones. Lo peor, pues eso en lugar de enfriar mis expectativas, solo hizo que creciera la ansiedad. El saber que ambos entraríamos a la misma escuela después de tanto tiempo me tenía ilusionada, pensando que al estar lejos de la influencia conservadora de mi madre y en la relativa libertad de la beca todo seria más fácil. Y lo mejor es que lo podría ver todos los días, aunque no estábamos en la misma unidad, no importaba… no elegimos la misma especialidad, no importaba… tampoco tendríamos en común el mismo comedor, pero no importaba… porque estaba la biblioteca, el hospital, el teatro, las plazas, los jardines, los pasillos amplios y los bancos recónditos, y lo mejor de todo, las noches de los jueves, la Recreación. Suficientes espacios y tiempo para poder encontrarnos de nuevo, sin obstáculos, sin miedo, sin las miradas desconfiadas de las madres.
Así que, recuerdo, aquella primera Recreación las muchachas del albergue de 10° estaban buscando el mejor delineador de ojos, para lucir mujeres, para llamar la atención de los de grados superiores. Yo las miraba ensimismada en mi infantil idea de que esa sería la noche mía, mi oportunidad. Hecha un manojo de nervios esperando frente al albergue a que él llegara directamente para decirme todo lo que yo sabía que tenía que decir y que nunca más olvidaría, para después, escondidos entre la multitud de la plaza de formación, tomarnos fugazmente las manos y darnos un mucho más fugaz primer beso, eléctrico, tierno, sublime…
Ufff… que ingenua, no tenía más referente que mis propios sentimientos y mis propios sueños. No me imaginaba aún que el amor adolescente puede durar lo mismo que una avalancha o un ciclón… es bello y fulminante mientras existe y puede morir y renacer tantas veces con la misma fuerza destructora… con la misma belleza… No sabía que el amor no llega igual para todos. Así que esa noche, la primera semana de lo que creía libertad, fui presa de la mayor decepción del mundo, cuando entre los uniformes que bailaban al ritmo de la época, veía acercarse su silueta tan conocida , yo temblando, entre las camisas azules, paso firme, entre las medias blancas, yo sosteniendo la mirada, sus ojos claros como agua, ahora mirando hacia otro lado… extendiendo la mano hacia otra persona… ya no más al alcance de mi vista, mucho menos al alcance de mis labios, yo ahogando un nudo imposible en mi garganta, presenciando como se volvió ajeno lo que creía para mí.
Para qué contar, me quise morir, quise renunciar, me quise cambiar de unidad, de escuela, porque para colmo ella estudiaba en el aula de al lado, y los veía juntos todo el tiempo. Y los odiaba y los imaginaba fracasando en su falso y patético amor. Y culpaba a mi madre por sus ideas retrógradas, y a la nueva novia porque era menos temerosa que yo. A él porque no tuvo paciencia y valor para romper esa coraza de miedo, inseguridad e inexperiencia míos. A mí, en fin, por ingenua, por tonta, por cobarde, por ciega.
Así, los recuerdos suenan muy cursis, pero cuando tienes 15 años no piensas de otro modo. Sueñas mucho y no quieres despertar. Y para despertar a veces necesitas esos golpetazos que estremecen hasta tus cimientos. Después de eso me encerré y no dejé entrar a nadie. Tuve muchos amigos, supe de varios “pretendientes”, tuve algunos acercamientos románticos, pero ninguno prosperó porque faltaba el ingrediente principal… deshacer esa yaga doliente.
Pasaron los años, hice muchas estupideces, aprendí muchas cosas, me di muchos golpes… finalmente me gradué de La Lenin y ya había logrado olvidar aquel primer amor que me revolvió la cabeza y las entrañas. Entré a la universidad, desaté mis alas y conocí que amar se puede de múltiples maneras, y que uno se cae y se levanta. Observé mejor y aprendí más. Bajé la coraza y abrí la puerta, eché fuera los miedos y me dejé llevar. Me volví a enamorar, sin miedo, varias veces más. Total, esa brisa fresca es adictiva, ese desasosiego, terremoto y paz… es único y cada vez que pasa nos inyecta de vida. Aprendí a disfrutar cada minuto, no juzgar, no temer.
El tiempo pasó. A él lo vi una vez, cuando fui a su universidad, donde estudiaba mi novio entonces. Me lo encontré en un pasillo, sentado, me detuve a saludarlo y conversamos como si nada, luego me fui y no lo vi más. Y uno se queda pensando en como se borran las heridas y queda una sensación de complicidad en el fondo de una sonrisa. Por eso, después del tiempo, ya no culpo a nadie, ni guardo rencor, ni nada. Solo lamento haber perdido esa amistad que pudo permanecer. Lamento que estemos tan dispersos en el mundo y no podamos reencontrarnos y reunirnos para contarnos estas y otras tantas anécdotas y reír, repuestos ya del susto y del dolor o de la culpa.
Me gustaría verlo de nuevo, seguramente, para saber qué piensa él de esta historia, que quizás recuerde desde su propia vivencia, donde yo no era protagonista, sino una sombra de algo que para él fue (quisiera creerlo) un primer batir de alas…