Curso 1995-1997
Años de estudio: 1995-1997
Graduación XXIII Aniversario
El retorno, en la memoria: a diez años de ausencia…
A Ariana Álvarez Callejas
In Memoriam
Se dice que nunca debemos volver a los lugares donde fuimos demasiado felices, en realidad creo que depende de la persona. No siempre los regresos tienen que ser físicos, de hecho, casi es mejor que no lo sean. Es verdad. La Lenin vive en cada uno de los que paseó por sus pasillos, se sentó en sus rincones y anillos (centrales o no) con tantas ilusiones y proyectos y tan pocos años para aquilatar lo que significarían luego.
Lo que somos hoy, al menos en mi caso, es por supuesto el resultado de muchas circunstancias y experiencias, pero si tuviera que fijar un momento de cambio, sería la mañana del 12 de septiembre de 1995. Venía de traslado, luego del 10mo grado en el IPVCE “Silverto Álvarez Aroche” −en Granma−, para el “Vladimir Ilich Lenin”, el más grande de todos. De la travesía y los primeros días en la capital, poco podría decir pues apenas llegué ya tenía que entrar en la beca y no perder más clases. Entonces diría que la Lenin fue mi “encuentro” con La Habana(1). A saber: lo que más valía y brillaba de mi generación. En principio fue todo un reto porque ya al matricular la secretaria me dijo: “a ver si puedes mantener tu promedio” −un discreto 99,76− porque “aquí hay que estudiar y no regalan las notas”…Aquello no solo sonaba presuntuoso, sino en cierto modo hasta ofensivo, pero no le hice mucho caso. Uno es lo que es, y tocaba adaptarse.
El cambio en mi se definió no solo por el abandono de la casa, la ciudad, los amigos, sino por la difícil coyuntura de tener que con-vivir con un grupo que ya tenía un año de historias y una dinámica interna muy particular. El 16, the golden group, bautizado así en un dibujo en la pared de nuestra aula en la Unidad 1, era, como todo grupo, receloso de los de “fuera”. Así que el “cuero” fue el primer paso en unirnos: de sufrirlo como “la nueva”, pasé a compartirlo, y ya en mayo del ´96, a impartirlo a diestra y siniestra. Cabría decir que aunque duro, este comienzo me sirvió para afianzarme y tener claro lo que debía hacer. Me hizo fuerte. Desarrollé una capacidad de adaptación que todavía hoy me asusta: tuve que reinventarme porque los códigos ya no eran los mismos y, definitivamente, tampoco yo era la misma. La tolerancia, la accesibilidad y sobre todo mi carácter alegre me granjearon buenos afectos y amistades que aún resisten, no importa cuán distantes estemos.
La Lenin fue eso, un tránsito a lo que queríamos ser. La idea de pertenecer a un grupo, una promoción, una escuela, nunca la sentí tan raigal como allí. Si se estaba moldeando mi identidad sobre la base de valores tales como la responsabilidad, la libertad individual o el estudio como punto de partida, disfrutaba al mismo tiempo de las recreaciones, las ruedas de casino, los conciertos que en los años ´95 al ´97 se sucedieron sin parar, escaparnos al Jardín Botánico o irnos a almorzar a Expocuba con Ileana (guía y profesora de español), recoger y comer mandarinas y naranjas a toda hora, despertarse algunas veces con November rain de los Guns N’ Roses o cualquier canción de Varela, sonando gracias a una radio-base que nunca pude ubicar. De los profesores recordaré siempre a Fidel, el de Física, o Teresita Sosa que nos hizo sufrir con los senos y cosenos de tantos ejercicios y elipsis y problemas…pero con la que nos divertimos mucho y a la que hicimos maldades, Mario (El Calvo) de química para quien éramos un grupo-ensayo y las clases eran geniales, o “Potowski”, un profesor de ruso cuyo nombre nunca retuve y que, tras la debacle en las CCCP, tuvo que dedicarse al inglés, realmente era muy cómico oírlo hablar.
Luego, también, los “actos-matutinos generales”, tan solemnes, y la “fantasía militar”, todavía no concibo entender cómo buscaron un nombre tan encantador para horas y horas de marcha implacable. Las guardias en fin de semana y las BETs, enojosas en principio, fueron hasta divertidas una vez aprovechadas. Creo que si el hambre de los jueves en la tarde pudo pasarse, fue por compartirla entre todos, así como la furia del dominó en las aulas o sobre las taquillas, el ping-pong improvisado en las tardes de 12 grado, los partidos de Básquet y Voleibol en los que gritábamos como posesas por nuestros chicos. Infinidad de momentos en la playa, el campismo en Jibacoa, las fiestas, Coppelia, el Mella, que a vuelo y de corrido no pueden fijarse en pocas palabras sin caer en enumeración azarosa y poco imaginativa.
Y ya al final, segundo semestre de 12º, después de casi decidirme por Microbiología, otra vez el cambio, ahora para una carrera que, en un IPVCE con tanta ciencias a la mano, sonaba bastante rara: Historia del Arte. ¿El resultado? Nuevo grupo, el 2, en el que, sin abandonar a los míos, encontré nuevas amigas, porque éramos 5, inseparables. En esta ocasión fue adicionar y no fundar de cero. El impacto leve, diría casi burocrático, de estudiar intensamente química o biología, a pasar largas jornadas entre historia y español, porque matemática era para todos. Sin embargo, se trataba de disfrutar al máximo el poco tiempo que quedaba, transcribiendo canciones del inglés en una quejumbrosa grabadora-amuleto que en conjunto nos agenciamos y no recuerdo a quien pertenecía.
En la Caminata al Cacahual, que sinceramente nunca entendí por qué era necesaria, salvo por la tradición, parecía que mi decisión de estudiar humanidades me alejaría irremediablemente de mi grupo, el 16. Pero la Noche Interminable, que veíamos tan lejana, nos sorprendió bailando y con el dominó hasta el amanecer, para de ahí abrazarnos en el último matutino-despedida y saber, con conciencia, que ahí acababa (y comenzaba) todo. Mucha nostalgia aún queda en las pocas fotos que guardo, el “autógrafo” inevitable, ese afán de quedar en los demás, dejar una huella, aquello de ser jóvenes sin prisas y con memoria. Pero sobre todo la extrañeza de lo por-venir, la incertidumbre de situarse en un camino que te aleja de lo que fuiste y te obliga a avanzar.
Regresar…una década y poco más, al menos en estas líneas, es no solo una deuda, sino algo que tenía que suceder tarde o temprano. Repensar lo que fuimos y lo que deseamos llegar a ser desde allí resulta poco menos que evocador y a la vez ineludible. Porque la memoria, ya se sabe, tiene corredores muy imprecisos, es selectiva, y en la distancia olvida lo que nos hizo mal para nuestra actual felicidad y tranquilidad interior. Los dos años que pasé en la Lenin fueron una escuela en toda la extensión de la palabra. Ojala hubiesen sido tres, pues me quedaron cosas por hacer, como a todos. La alegría con que la recuerdo me hace pensar que fue una buena decisión quedarme allí.
En una palabra: me hizo ver el cielo como límite. Que no es poco.
(La Habana, Septiembre, 2008)
(1) Todos los barrios de La Habana los conocí visitando las casas de mis amigos: de Guanabo a Playa, pasando por San Miguel, La Víbora o Santos Suárez, y por supuesto, El Vedado.