Patricia Gallego García
Años de estudio: 2003-2006
Graduación XXXII Aniversario
Estudios actuales:
4to año, Facultad de Psicología, Universidad de La Habana
La primera vez que vi la Lenin fue a través de los cristales de una guagua Girón, las famosas aspirinas. Estaba lloviendo a cántaros y solo se divisaba una leve silueta: sucia, sin ventanas, despintada y enorme. El camino hacia el albergue fue una tortura: yo pesaba cerca de 85 libras y el maletín me hacía la competencia. Los charcos a lo largo de todo el pasillo central, el fango y las interminables goteras no fueron lo que se puede llamar “una buena impresión”, pero ya estaba ahí y había que salir adelante.
Los primeros días en la escuela los sentí muy raros: dejé de ser la niña linda de casa, que nunca tuvo obligaciones, ni responsabilidades mas que salir bien en la escuela, para formar parte de un cubículo con otras siete personas, cada una diferente, con sus propias costumbres y ritmos. Las malacrianzas se quedaban en casa.
Al inicio la Lenin me pareció enorme y pensé que nunca podría aprender a caminar por ella. Me fijaba en los carteles y murales de los pasillos por los que doblaba, para poder guiarme al regresar. Entonces comenzaron a surgir los primeros amigos: los que te daban direcciones (a veces no muy certeras), los que te ayudaban a no caer en las maldades de los más grandes o listos que te decían que les buscaras la llave del aéreo o del pasillo central y también los que se perdían contigo.
Así se empieza y se termina en la Lenin: conociendo personas y precisamente la mejor enseñanza que te deja es que en cualquier lugar puedes encontrar un nuevo amigo. Las matemáticas y físicas se olvidan, pero la alegría que te deja el poder reconocer a alguien de la Lenin, después de mucho tiempo, resulta inolvidable.
Es increíble como con el tiempo las tragedias vividas se vuelven chistes y ese reporte por práctica de pareja que te puso a sudar; se convierte en una hazaña heroica y la proteína vegetal, el aporreado de pescado y el agua fría en invierno pasan desapercibidos.
También te das cuenta que aquellas peleas en el albergue, a veces porque algunas hablaban cuando el resto quería dormir o porque alguien encendió una luz fuera de hora o porque otra gritaba demasiado o porque era sumamente ordenadas y tú el reguero en persona, sirvieron sobretodo para conocerse mejor y aprender la importancia del respeto y la comprensión a los otros.
La Lenin te enseña muchas cosas, pero las más importantes generalmente están fuera del plan de estudios. Por ejemplo comprendes que los algoritmos y ecuaciones son valiosos, pero no suficientes cuando de relaciones sociales se trata. Es entonces cuando aprendes a solucionar tus problemas a través de las negociaciones: tú me repasas inglés y yo te ayudo con física, tú haces la guía de historia y me la prestas para copiarla en lo que yo me leo Papá Goriot y después te lo cuento.
También en la Lenin aprendes a lavar las camisas a mano y lo más impresionante: lograr, con unos movimientos únicos, que queden igual de estiradas que si las trajeras de casa. Además se aprende a ser maletero, porque subir una maleta a un albergue en un tercer piso no es muy fácil que digamos; se aprende a cuidar el agua, tanto que en ocasiones había que guardar el cubo lleno dentro de la taquilla si te querías bañar luego; se aprende a recoger basura en los sótanos; a limpiar todo el pasillo central con un solo cubo de agua, a bailar casino, sin importar cuan sucios quedaran los zapatos o si había música o no; se aprende también a despedir a los novios en las escaleras, a cantar canciones que van desde de Silvio y Varela hasta Daddy Yanqui; a jugar dominó, ping pong, cartas y hasta football en una piscina sin agua.
Será eterno el recuerdo de las mesas suecas los jueves en el cubículo, donde todas sacábamos lo último que nos quedaba en las taquillas, el comer “arroz con suerte” y “gallina en licra”, sin ensuciarte los dedos, haber pintado carteles con pinceles hechos de lápices y cabellos propios.
Los tres años en la escuela me enseñaron el secreto de mantener las medias en alto usando liguitas de preservativos, darle vuelta al lápiz de una forma única, dormir en las guardias sin que los profesores te descubrieran, sentarme en el piso sin recelos, doblarme la blusa cuando venía un profesor de forma tal que parecía que estaba dentro de la saya y hacer ese aplauso tan especial del ”pan con bistec”.
Además en sus lugares se viven experiencias únicas como el primer noviecito formal, el baño en el Peñasco y en el tanque del organopónico, el sabor único de las mandarinas robadas, el sonido de los aviones al pasar (y hasta estaban los que decían identificar el tipo de avión por el sonido), la esmerada preparación para ir a las “recres”, la inolvidable imagen de las tetas de Managua, la ausencia a los matutinos con tal de dormir un poquito más, el participar en los módulos culturales o sencillamente pararse delante de toda la unidad a hacer un encuentro de conocimientos improvisado con tal de ascender del último puesto en la emulación y poder entonces irnos 15 min. más temprano.
Que ironía del destino cuando hoy a cuatro años salir de sus aulas lo que más desearía es ser al menos por 5 minutos estudiante de la Lenin nuevamente. Es que (como me dijo una amiga en cierta ocasión) su monograma no solo sirvió para marcar de rojo mi camisa, también me marcó en lo que soy, en lo que pienso y en lo que quiero.
Es cierto que viví momentos difíciles, sobre todo porque cuando entré en la Lenin lo único que sabía hacer era bailar ballet, pero ahora todas esas vivencias nos son más que anécdotas que relatar en las fiestas que hacemos. Las broncas entre hembras y varones del grupo 3 de la unidad 1 quedaron atrás, así como el fin de semana sin pase y estudiando matemática que nos ganamos y que al final agradecimos porque todos pudimos aprobar. Ahora nos reímos de cosas que se dijeron como “el rincón martiano del Ché” y nos acordamos de las infinitas colas para ir al comedor, hablar por teléfono o bañarse.
Aún hoy me preocupo por enterarme de las cosas nuevas que pasan en la Lenin y me emociono cuando veo un estudiante actual y aunque algunos me miren con mala cara y digan que los de la vocacional somos unos engreídos con orgullo repito yo estudié en la Lenin porque esa etapa de mi vida ha sido el período de aprendizajes y retos que me trasformó para siempre.
Gracias a la Lenin y a todos los que hicieron posibles que esos años fueran increíblemente mágicos.