Lisbeth Morera Zerquera
Años de estudio: 1997-2000 (Unidad 1, Grupo 41-38, Cubículo1- D 1 y Cubículo 2- C 5)
Graduación XXVI Aniversario
Estudios realizados:
Licenciatura en Lengua y Literatura Rusa e Inglesa, graduada de la 1ª edición del Curso Emergente de Trabajadores Sociales.
Estudios en curso:
Maestría en Lingüística Aplicada, mención en Traductología.
Profesión actual:
Traductora e intérprete en el ESTI.
“Yo estuve en la Lenin”
Mi frase favorita de todos los tiempos es: “yo estuve en la Lenin”. Me lleno de aire los pulmones cada vez que voy a decirla y aunque no siempre parezca ser apropiado decirla, aunque en ocasiones te miren de soslayo o te tilden de autosuficiente y te acusen de tener complejo de superioridad, seguirá siendo un privilegio haber estado en la Lenin.
Hace trece años anhelaba entrar en el IPVCE Vladímir Ilich Lenin, sabía que era la mejor escuela del país y que me llevaría directo a la Universidad, mi más preciado sueño. Al principio estaba un poco asustada porque creía que me enfrentaría a una “escuela al campo” de tres años. No me gustaba la idea de pasarme toda una semana encerrada en una beca estudiando y trabajando en el campo, alejada de mi familia y de las amistades que solo podría ver el fin de semana. Después de las primeras BET estuve segura de que aquello sería un tormento para mi y de que no pasaría del primer corte evaluativo. Las condiciones de los albergues eran pésimas: casi nunca había agua, era preciso bajar un montón de escalones para llenar los cubos en el tanque (el que estaba frente a la piscina de la unidad 1). El trabajo en el campo era muy duro y la calidad de la comida no podía ser peor. Para colmo de males, el primer día del curso llegué tarde a la distribución por albergues y no pude compartir cubículo con mis compañeras de la secundaria, me ubicaron en un albergue diferente, en una torre mixta (siempre se dijo que en mi año hubo explosión de matrícula, casi ningún albergue quedó vacío, era necesario emplear todo el espacio posible, por eso todas las hembras que no cupimos en otros albergues, fuimos ubicadas en el D1, el D2 y D3 eran albergues de varones). El cubículo 1 del D1 era para mi como un pequeño infierno al cual solo iba a bañarme y a dormir, trataba de mantenerme lo más alejada posible de esas cinco muchachas de Alamar que venían juntas desde la primaria y las otras dos de la Lisa, Dalila e Ilenis del grupo 14, que también eran amigas. Yo era la única que no encajaba, me pasaba el tiempo libre en el C6 con mi gente de la Habana Vieja buscando el modo de cambiarme, pero nadie estaba dispuesto a entrar al “antro” del D1.
Gradualmente mi situación comenzó a cambiar y empecé a ver la Lenin con los ojos del corazón. Desde la primera clase comprendí que todo sacrificio de mi parte valdría la pena, la excelencia de los profesores era innegable, directamente proporcional a la exigencia en el plano académico. A veces creía que me iba a desmayar de tanto estudiar física y matemática. Algo que nunca he podido ni podré olvidar son los números complejos en matemática y la teoría del cálculo de errores en física. Pepe fue mi segundo profesor de física, una mente brillante, cada clase con él era un desafío, todos entraban al laboratorio muertos de miedo. Una vez sorprendió a una muchacha de mi grupo leyendo la Biblia durante la clase y amenazó con ponerle un examen de física basado en los pasajes de la Biblia. Los profesores de la Lenin suelen establecer con sus alumnos una relación de amistad y camaradería, sin perder de vista sus funciones como educadores, y eso facilita grandemente la estancia en la beca. Yo había escogido un grupo de letras, pues odiaba la química, la física y la matemática (algo contradictorio, teniendo en cuenta que me encontraba en un preuniversitario de ciencias exactas). Durante décimo grado fuimos el grupo 41 que reunía a los municipios de Habana del Este y Habana Vieja, con más de veinte hembras y solo dos varones, luego, con la reducción de matrícula, pasamos a ser el grupo 38. Estábamos frente a la plaza de formación, en el área de los albergues porque no cabíamos en el Docente. Creo que el hecho de que no pudiésemos socializar durante el receso o los cinco minutos con el resto de los grupos de los bloques A, B y C, posibilitó que el grupo fuera más unido. No sé cómo nos conocían en la unidad ni si teníamos algún mote específico, pero de lo que sí estoy convencida es de que no pasábamos desapercibidos. Teníamos un cuadrito en la puerta que decía “Letras Fieras”. Mi grupo era muy creativo y bromista. Siempre estábamos ideando algo para divertirnos, muchas veces, al filo de las diez de la noche, casi a punto de terminar el autoestudio, comenzaba la discoteca que consistía en apagar y encender las luces continuamente y bailar y brincar como locos por toda el aula tirando papeles y tizas y hasta el cesto de la basura volaba por los aires…(Una noche se desató la memorable guerra de la tizas que por poco le cuesta el pase al grupo en pleno y que generó discordia e hizo circular alguna que otra lista de culpables…) En cierta ocasión se nos ocurrió escenificar una pelea en la puerta del aula, justo a la hora en que todos regresaban a sus albergues para el parte físico, y chocar “accidentalmente” con los que pasaban que luego del impacto caían de bruces o sentados en las jardineras. Teníamos una libreta de disparates, la llevaba Yarelis y no le dejaba pasar una a nadie. También teníamos nuestra propia canción, la cantábamos por los pasillos cuando regresábamos del campo o del autoservicio, era “La Conga del Pollito” ideada por nosotros, que siempre iba acompañada de una coreografía y que alternábamos con la canción de Maná “Se me olvidó otra vez”. Otras veces hacíamos el rincón del Filin con mis libretas de canciones y poemas y muchas veces se sumaba gente de otros grupos a cantar hasta que el profesor de guardia nos regañaba y amenazaba con quitarnos el pase ese fin de semana. O cuando el día del pase, al terminar el último turno de clases, Yosvany se paraba con su maletín bloqueando la salida y todas nos lanzábamos sobre él locas por llegar al punto y montarnos en una guagua Girón o en la prehistórica Dina. Pero lo más significativo eran los noticieros, con Tuta como conductora y guionista que comenzaron en 12º grado, cuando el grupo ya había logrado la unidad y madurez suficientes. Al menos dos veces por semana, todo el grupo se reunía al final del autoestudio para escuchar el noticiero que consistía en narrar los sucesos relacionados con personas del grupo de un modo divertido, hablando a lo cubano, para dar cuero. Siempre teníamos invitados de otros grupos y unidades, nada fuera de lo común, tratándose de un grupo de letras donde predominábamos las féminas.
Luego de varios reportes de Carlos y de Medardo (el vida interna más popular de la Lenin) y un consejo educativo por mi afición a usar argollas, pulsos de colores y toda clase de gangarrias extravagantes, aprendí a expresar mi feminidad a través de mis ideas. Me gustaba escribir cuentos y poesías y creo que siempre participé en las jornadas científicas en la asignatura de Lengua Española. No era de las “chicas populares” de mi unidad ni me destacada en nada, solo tenía cierto protagonismo en el deporte, en décimo grado decidí apuntarme en atletismo con la profesora Gliceria y desde el principio me seleccionaron para integrar el equipo de alto rendimiento de la escuela para carreras de fondo y medio fondo. Muchas veces, al terminar la sección de la tarde, le daba la vuelta a la escuela o corría en la pista mientras los futbolistas entrenaban o me iba a correr por el Jardín Botánico. Cada vez que llegaba el chequeo de emulación entre años, todo mi grupo iba a apoyarnos a Mela y a mí a la pista.
En la Lenin se le conceden más horas al estudio que al trabajo, pero en semana larga siempre tocaban tres o cuatro sesiones en el campo. Yo hice de todo menos ser cuartelera (aunque en tiempos de conjunta todo el mundo tenía que sacarle brillo al albergue): desyerbé, me llené de callos las manos con la guataca, saqué bejuco de boniato, cuidé ocas y carneros, limpié el tercer piso del docente y trabajé en el comedor. Lo mejor del campo para mi eran las mandarinas, toronjas y tamarindos, aunque muchas veces comí boniato crudo con azúcar para matar el hambre y ciruelas verdes con sal de la mata que estaba en el Bosque de la Amistad. Escondíamos las frutas entre las ropas para que Pedro, el profesor encargado de las labores del campo, no nos sorprendiera (los populares y extremadamente anchos pantalones verdes de cirujano eran muy útiles para ese propósito). En una de nuestras sesiones de trabajo en el campo fue que encontramos a nuestro bicho de la suerte, un chipojo patitieso que estaba tirado en medio del monte, pero como tenía una forma muy graciosa, decidimos recogerlo y colgarlo en la pizarra para que nos trajera suerte en las pruebas.
Lo que cambió definitivamente mi punto de vista sobre la escuela fueron mis compañeras de cubículo, las mismas de las que me mantuve alejada los primeros dos meses. Un buen día me descosieron el tachón de la saya para ir juntas a la recreación y a partir de ahí surgió entre nosotras un vínculo especial, comencé a unirme a ellas para ir al comedor y al campo, empecé a insertarme en sus charlas y a aprenderme los apodos que les ponían a los varones de la unidad para poder hablar de ellos sin que lo supieran. En uno de los tantos días de apagón, hicimos nuestra primera “reunión cubicular” en el D1 (reuniones que dejaban pasmadas a las de los cubículos contiguos que escuchaban a través de los tabiques), ese día todas lloramos, cada una habló con el corazón en la mano y desde entonces fuimos inseparables, una familia unida que compartía todo lo que tenía a partes iguales. Dudo que en toda la unidad 1 hubiese un cubículo más unido que el nuestro. Cada día consumíamos entre todas la jaba de tostadas de una de las integrantes del cubículo, y todas las boronillas (o “churrupio”) lo guardábamos para el día antes del pase que era el día de mayor hambruna, lo mismo hacíamos con los paqueticos de refresco Toki y las latas de jurel. Con la reducción de matrícula nos sacaron del D1 y nos pusieron en el C5 con muchachas del bloque A y B, entonces se nos unieron en el cubículo 2, las jimaguas del grupo 7 con las que yo había estudiado en la primaria antes de que se mudaran a Párraga. Entre esas siete muchachas encontré a mis mejores amigas de toda la vida. Y aunque ya cada una ha seguido caminos diferentes y algunas ni viven en Cuba, sé que están ahí, que puedo contar con ellas en cualquier momento y ellas conmigo y que ese lazo de amistad no se podrá romper nunca.
De la Lenin tengo tantos recuerdos lindos que no alcanzarían unas pocas cuartillas para narrarlos, me acuerdo del día en que cumplí mis 15 años y mi mamá se apareció con un cake para celebrarlo en el grupo; también de la noche en que esperábamos la llegada de Fidel, la madrugada más fría de mi vida, terminé por ponerme aquel horrible abrigo, “el bolchevique”; recuerdo el día que Paulo F.G. fue a tocar en la recreación; las guardias en los aéreos y en la cochiquera de mi unidad; las clases de PMI, mi complementario en el teatro, el “din don” del bloque central que daba el de pie a las seis de la mañana y la gimnasia matutina obligatoria; nuestra guerra incansable con la gente de 10º grado y la fraternidad con los de 12º cuando cursábamos nosotros el 10º grado; los emocionantes juegos de voleibol en el tabloncillo; las agotadoras marchas para reclamar el regreso del niño Elián; las leyendas que se contaban sobre los espíritus que vagaban por la Lenin de estudiantes que habían muerto ahogados en las piscinas o de tanto estudiar o por saltar los aleros, como el famoso Peter Pan; recuerdo los cubos de fango, pasta de dientes y agua sucia que preparábamos para festejar los cumpleaños y claro, nuestra noche interminable. Son experiencias que no se olvidan aunque pasen los años, en la Lenin aprendí a bailar casino, con nuestro pasito típico a contratiempo, conocí personas maravillosas y adquirí conocimientos que me acompañarán para toda la vida. Nadie imagina que todos estos recuerdos me pasan de golpe por la mente cuando alguien me pregunta por mis años de preuniversitario. Para mi es un orgullo decir que pertenezco a esa familia gigante, que durante tres años fui parte de una historia que no termina y que en todo lo que hago siempre está presente la huella de la Escuela Lenin
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