Por: Omar de Jesús Fernández Jiménez
Años de estudio: 1973-1978
Graduación IV Aniversario
Hasta los once años había sido un feliz hijo único de padres divorciados, de mundos tan distintos como la facturación de la electricidad (mi madre) y la música popular (mi padre); que disfrutaba plenamente de las libertades y los beneficios económicos que tal condición me permitía, incluida la de ser un bien amado «sobrino de mis tíos» y «nieto de mis abuelos», pero que no había recibido la menor influencia vocacional relacionada con lo que de adulto llegaría a ser, un abogado, profesor universitario de la Licenciatura en Derecho, que devino en directivo del sistema de Justicia.
De pequeño mi padre había intentado desarrollar las potencialidades musicales que veía en mí, matriculándome en una escuela de música, pero cuatro años fueron suficientes para que todos en la casa comprendieran, incluido yo
que la música no era lo mío, pues me faltaba la constancia y la disciplina interna que es consustancial al verdadero apasionado de las artes y en especial de la música.
Lo mío en aquella primera infancia era el mataperreo, las escapadas de la escuela en el horario del seminternado, las que mas tarde, gracias a una invaluable maestra de sexto grado y una paciente tía con una sólida formación pedagógica se transformaron, el último año de la enseñanza primaria, en numerosos concursos pioneriles, encuentros de monitores a nivel regional y provincial, y por las noches, al terminar «Los Mambises», en lecturas del inagotable Tesoro de la Juventud que mi familia protegía como uno de sus bienes más preciados.
Los sueños estudiantiles de mis dos amigos más allegados a los doce años estaban en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos; pero yo estaba convencido que lo mío no era tampoco la vida militar, por lo que al conocer que una prima de mi madre había entrado un año antes en la Escuela de Monitores de Vento, y que según ella, existían allí Círculos de Interés de todo tipo, deportes para practicar a gusto y grupos culturales de las más diversas manifestaciones, me dejó tatuado con fuego en la frente que mi objetivo tenía que ser llegar a convertirme en estudiante de la Escuela Vocacional de Vento.
En aquel momento se empezaba a construir el centro docente que, en natural sucesión de la antigua Vocacional, albergaría la cifra mayor de estudiantes internos en una sola escuela de Cuba y de América Latina, por eso no fue tan grande la frustración cuando no fui citado en el primer llamado del curso 1972- 73 que ingresó en «La Coronela», pues siempre quedaba la esperanza de que pudiera entrar en el segundo llamado, que lo haría directamente en la nueva Escuela y que, sin saberlo todavía en ese entonces, tendría la oportunidad de participar en la construcción de algunos de sus edificios y en la terminación de una gran parte de sus áreas verdes.
Eran los programas de enseñanza de nuevo tipo a la altura del primer mundo, unidos a todas las posibilidades de desarrollo integral del ser humano, el gancho que halaba a los muchachos de mi edad en esa época a querer entrar en «La Lenin», pero en mi caso había otra razón mucho más personal, la novia que había logrado levantar en séptimo grado, después de mucha insistencia en el último año de primaria, también estaba entre los incorporados en el segundo llamado y casi era un problema de principio que yo pudiera permanecer cerca de ella.
Por fin entramos en febrero de 1973 a la nueva escuela, llenos de esperanza, entusiasmo y de gratitud para los que hicieron posible esa noble idea; a esa escuela donde pasé los mejores momentos de mi adolescencia, donde conocí mis mejores amigos (que aún conservo en la actualidad), incluida la que después se convirtió en mi esposa y madre de mis dos hijos, y donde aprendí a convivir respetando las individualidades de cada cual.
A los profesores de esa escuela debo una parte bien grande de lo que soy hoy, pero no sólo a ellos, también a mis propios compañeros de clase, en unión de los cuales se forjaron los valores humanos que hoy me sostienen y que me han acompañado en cada uno de los proyectos que he emprendido a lo largo de mi vida.
Hoy soy un buen profesional, pero sobre todo un mejor ser humano, al que le ha tocado vivir experiencias en diferentes entornos y latitudes, y el haber salido airoso en cada una de esas experiencias tiene como sustrato lo asimilado en esos años de inmadura juventud, en los que llevaba felizmente sobre mi uniforme azul el distintivo rojo del átomo y el libro abierto.