Por: Anette Jiménez Marata
Años de estudio: 1999-2001
Graduación XXVII Aniversario
Largos pasillos. Albergues. Anfiteatro natural. Bosque de la amistad. Guardias. Módulos culturales. Laboratorios. Espacio azul: cada una de estas palabras pudiera definir, desde el “cachito” de realidad que evoca, esa singular escuela que es la Lenin.
Ubicado en el kilómetro 3 ½ de la carretera El Globo, el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas Vladimir Ilich Lenin (fundado en 1974) es, para los que un día estudiamos allí, un símbolo de identidad estudiantil y generacional y un motivo de encuentro entre viejos y nuevos amigos que la sitúan, a muchos años de haber salido de sus aulas, en el ámbito de sus recuerdos más entrañables.
A los doce años decidí que quería estudiar en ese lugar. Tenía sobre él múltiples referencias de estudiantes y egresados. Los más mimados me hablaban de la lejanía de la casa, de la falta de agua, de la cuestionable calidad de la comida, de las intensas jornadas de estudio y otros inconvenientes que podrían amargar mi estancia, pero todos coincidían en la excelente preparación profesional y humana que la escuela proporcionaba, en las buenas amistades que allí se hacían y en el crecimiento espiritual que forjaban tres años de ardua convivencia, fuera del “manto” protector de los padres.
Estudiar en esta escuela, situada en el municipio Arroyo Naranjo, fue una de las experiencias más peculiares de mi vida. Despertarse a las 6:00 a.m. lo mismo con una campana, que con la música de moda de ese momento, o con las palabras cariñosas de la profesora de Matemática realmente era algo a lo que muy pocos estábamos acostumbrados.
Ir a recoger cítricos y después “rompernos” la cabeza con una compleja fórmula física fue una experiencia que al propio Einstein hubiera sorprendido. Crear ruedas de casino y obras teatrales con la misma emoción con que discutíamos sobre política, literatura, pelota y ciencia constituía algo que marcaba la dinámica estudiantil del centro.
¿Y qué decir de los comedores? Chícharos, mermelada, lentejas, panes con “croquetas rascacielos”, leche (tan caliente que podías “ver las estrellas” desde el primer sorbo) y picadillo formaban parte del plato nuestro de cada día. Mención aparte merece el célebre “pavo en licra”, muestra del ingenio y sentido del humor de los estudiantes quienes calificaban así al muslo de pavo con pellejo tan resistente y elástico que era imposible agarrarlo con el tenedor, y mientras más se halaba, con más fuerza volvía a su lugar de origen.
El menú de la escuela era “sazonado” con lo que podíamos llevar de nuestras casas: tostadas, barras de guayaba, mayonesa, dulces y cualquier otra cosa que apareciera era celosamente guardado por madres y abuelas, hasta que “los niños” vinieran de pase el fin de semana. Lo que no imaginaban nuestras familias era que su perfecta distribución se veía modificada por la ley del grupo: esa que enseña a repartir con equidad las “provisiones” y a incluir, en el beneficio colectivo, a los que menos pueden aportar.
Hacer guardias nocturnas en diferentes áreas del centro era una de las tareas más agotadoras y divertidas que teníamos. Ya fuera en grupo o en parejas, estos períodos de vigilia dejaron en nuestra memoria mucho más que deudas de sueño. Recuerdo que a una amiga y a mí nos tocaba proteger la escuela desde el pasillo central. Con ojeras y de mal genio, bajábamos en la madrugada a cumplir nuestro objetivo y, para sorpresa de los profesores que pasaban por allí, siempre nos acompañaban dos buenas colchas para enfrentar el frío y sendas jabas con tostadas y refrescos para entretenernos y no quedarnos dormidas. Sin embargo, en más de una ocasión nos despertamos con una rara caricia en la piel: los perros que rondaban la escuela no podían perder la oportunidad y a menudo se acurrucaban sigilosamente bajo el calor de nuestras mantas. Otras veces no eran ellos sino la mano del subdirector quien nos interrumpía el sueño para alertarnos de que “en una guardia no se viene a dormir”.
El asunto de la comida llegó a ser incluso un recurso mnemotécnico. Al entrar en décimo grado cada alumno debía aprender el aplauso que identificaba a la escuela y que ya los de once y doce conocían de memoria. Para los principiantes aquello resultaba difícil y cuado reunían a todo el colectivo de estudiantes, nuestras palmadas generaban una polifonía desastrosa. Un día uno de los ya “expertos” en la materia nos dio la solución al problema: el pan con bistec. En un primer momento no entendimos pero luego de escucharlo nos sentimos dueños de la victoria: Pan con bistec, bistec, bistec. Pan con bistec, bistec, bistec. Pan con bistec. Pan con bistec. Pan. Estas fueron las palabras que dieron ritmo y melodía a nuestros aplausos y que aún hoy tarareamos como signo identitario de aquella etapa.
Los que aquí estudiamos el pre-universitario formamos, incluso sin conocernos, una gran familia compuesta no sólo por los estudiantes sino también por los padres, hermanos y abuelos (que rieron y lloraron con cada uno de nuestros éxitos y tropiezos), por los profesores (“segundos padres” que nos guiaron en sus asignaturas y en ese curso más complejo que es la vida), y por todo aquel que apoyó y orientó nuestro paso por la escuela.
La Lenin fue el lugar donde aprendimos a defender nuestros criterios, a ser nosotros mismos y a construir el futuro sobre la base del esfuerzo diario. A ella entramos con un juguete en una mano y salimos con una carrera universitaria en la otra. La Lenin es y será siempre la inmensa fragua científica, cultural y humana que todos llevamos dentro.
Fuente: Proyecto Cultural Retorno(s)